La beta finalmente bajó de 6.300 a 295
en una semana exactamente. Y entonces el nudo en la garganta.
Sensación ovárica a más no poder. Ahora sí, ahora sí que estoy
menstrual. La dulzura de mi bolsita me abandona y me quedo sola
nuevamente con mis ovarios que roen y roen y el útero que aúlla
porque no alberga a nadie. Me siento tan sola con este dolor que sólo
confirma lo que no pudo ser, lo que se perdió. Ahora sí puedo
decir, lo perdí. Lo perdí. ¿Por qué lo perdí? Y empiezo a
llorar. Lloro en el descanso de la escalera con un llanto que no
puedo controlar. Mi mente es rápida y viaja más rápido que la
emoción. La mente dicta: ya me parecía que te lo estabas tomando
con mucha calma. El llanto calma mis ovarios. Él me escucha
llorar y corre hacia donde estoy. Me abraza fuerte, me dice ¿qué te
pasa, te duele? ¿Querés un
ibuprofeno? Y yo, no, no, no. No es dolor. O sí, es dolor, pero no
se calma con ibuprofeno. "Lo perdí, ¿por qué lo perdí?",
le digo en medio de unos sollozos incomprensibles. Él
comprende, me abraza muy fuerte y me dice: "ya va a volver, ya
va a volver". No dice: "vas a tener otro", me dice "va
a volver". Él tampoco soporta que se haya perdido.
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